dibujos en el agua

miércoles

 

Primera historia de amor fracasado

Alguien ha dejado por la vereda de tierra que marca el margen a la vereda de cemento y por la cual camina uno diariamente; el cadáver de un perro pequeño. No más grande que un zapato grande y de tan poca estatura, que aún no lleva puestas las camisetas que usan los perros mayores. Por su cercanía con la solera, quizás murió golpeado por un auto y ese mismo barredor municipal, que es el dueño de las soleras de este país, quiso que su resto de cabeza se salvara de los autos que llevan , en esta época, vacacionistas a vacacionar. Y lo ha dejado estirado acá. Este sol de mañana que se ha puesto muy vertical y blanco, ha ido opacando lo único que quedaba con brillo en él, pues él, tiene los ojos abiertos, los dos ojos, centrados en la calle que no llegaría a cruzar. O si caminaba en dirección contraria hacia donde mira ahora, quizás si cruzó, pero nunca llegó a saberlo. Todo lo que le rodea es impresionantemente desértico, un continente eriazo, del cual él es el contenido, un marco echo con esas mayas de pasto que se niegan a desaparecer y viven todo el año, sin agua, sin amigos, sin mesitas con tazas de té y que hasta florecen, esas mayas de verde seco. Papelería de envases de chocolate y otra vez, ese polvillo que levantan los autos que llevan vacacionistas. Ya no se puede sino hablar en este punto, del tremendo hoyo que se abre en la pared sin hoyos que dicen que el amor tiene. Y es que me ha recordado esa palabra escrita en la muralla rumbo al matadero de palomas de esta tribu de gatos que frecuentan la iglesia. Y a la que he querido escribirle "atado" con la misma letra y el mismo lápiz en spray. De manera de conseguir amoratado. Un perro como este pudo haber sido acompañante de dama y solo es ahora una parte rota. Es una pieza inútil. Esta es una pieza que cayó por ese hoyo de esta pared. Y llegó hasta aquí mismo, a esta vereda por la que se pueden conseguir pan y chicles de naranja. Hasta hace poco, del otro lado de este muro, llevaba una vida sobre cuatro patas y una quinta que es la cola. Ya había perdido, es más que seguro, la cuenta de los latidos de su corazón. Solo esperaba, como yo ser retratado junto a su enorme falda y sus pequeños párpados, nos daría leche a ambos. Y la garganta de su corazón se atragantaría para siempre. Hasta aquí era una pieza viva. Que tragaba sangre de sí mismo a sí mismo. Esta muralla no es plana, ni es verdad lo que decía la página de cartón, de ese cuento colorido, pues si tiene hoyos, en los que la fuerza de gravedad, el asunto más simple que existe, te asegurará una caída libre, todo garantizado por un descuido. Un engaño de estos mismos ojos. Hasta un pequeño perro, no más grande que un zapato grande, se va a caer hasta acá, hasta esta vereda, empujado por los fierros que tienen uno de estos autos que llevan vacacionistas a vacacionar. Cuando podría haber sido un sereno pensador y acompañar a la gentil vendedora de arreglos florales y haber posado con ella en fotos oscuras. En litografías de época. Mientras esperaban a que llegara yo, de traje largo y copa de sombrero, con una galleta de salvado para él y unas promesas de carreras por estas veredas. Y en una caja, un disfraz de cuarto, para que ella me acompañara a beber aguas de limón; unas delgadas bombachas de seda. Muralla de cartón con hoyos, te encargarás de botar hasta acá todos estos perros pequeños, todos estos imposibles retratos fracasados.

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