dibujos en el agua

viernes

 

Fiebre de sangre

Desde los rayos que dejan pasar las lejanas puntas de los árboles, se armaban las manchas de luz en el piso, devolviéndole el verdadero verde que debería teñir este prado. El resto está montado de sombras y penumbras. A manera de ennegrecido deslumbrante, ya que las sombras en el borde del bosque poseen luminosidad. A cada paso, a cada movimiento, en cada detención, alargaba la mirada hacia el más adelante. No suena nada a esta hora. El pasto que crece a sus pies, la manivela de las lejanas copas de los árboles son los responsables del supuesto y fino sonido de marea. El circulo de la esfera de agua, en sus ojos, reflejan los espasmos que la traen hasta este centro de bosque. Una tras otra la contracción iluminada viene a encender la curvatura de su espalda. Piel y cascos de hueso en las delgadas patas. Mira hacia adentro. Entreabre la lengua para ventilar el aliento que trae. La estrangulada posición de sus cuatro patas de alfiler, la comprimen al suelo de cáscaras de pino. Otra vez, el comienzo del final de su cola deja salir una dosis de agua caliente y salada. El brillo de las cerámicas oculares. La relamida del muslo, la contracción, de la misma que están echas las inflamaciones de su enorme tripa. Corre sin avanzar, cae y se vuelve a levantar. No viene ninguna luz de ninguna parte y se raja esa bolsa que sale de su entrepierna oscura. La baba caliente baja hasta el piso de púas, otra vez, las puntas de patas salen por su abertura de carne y la quebrazón de su espalda, la gelatina caliente y el dínamo de esta afiebrada calentura, dejan salir hasta que cae en el suelo la pequeña maqueta de ella misma. Todo el remolino se viene encima, olfatearle la cabeza, lamer por horas la sangre que trae encima de su espalda y despertar a la escena de bosque que le rodea. La hembra de ciervo, levanta la cabeza hacia ambos cuatro puntos y comienza a masticar la placenta que aún cuelga de su espalda. La muele con sus molares y lame de sus piernas las manchas de sangre que marcaron la salida de su cría. El imán de sus ojos, vuelve a esforzarse en esa lúgubre profundidad de sus esferas, a medida que mastica su propia carne. Mastica la placenta y se traga a sí misma. El pozo de sus cuencas miran con fiebre toda esta oscuridad rota por los rayos de luz que caen entre las hojas. Helechos gigantes. Pozos de fiebre. Mascadora de carne. Y profundo sendero de fiera salvaje.


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