dibujos en el agua

domingo

 

Ballet de Trío

Primero la acorrala, la busca con la nariz, el más pequeño trata de adelantársele, llevan rato en esto, desde el comienzo del parque, se les sale la lengua, se le vuelan los pelos de las pelucas, saltan, se doblan y por fin, todo termina en el comienzo del afiebrado coito, la araña de sus patas la retiene contra su pecho, a ella pareciera ya no importarle mucho y solo jadea. Desde la alta ventana y ese pasillo de ventanas que todo colegio tiene, algo parecido a trenes puestos unos sobre otros, en este caso, de cuatro pisos, desde el tren de en medio y de la ventana cuarta, las dos puntas de la boca se fueron levantándosele al mirar allá en el parque de enfrente semejante escultura de carne y pelos en movimiento. Faltaban apenas tres minutos, de esos con sesenta capítulos cada uno, para que sonara el timbre y todas nuestras damas de colegio salieran a su colación y a fumar en ese mismo parque, eso le daba a esta extraña mañana por fin, el merecido premio de quiebre, que toda mañana de trabajo debiera tener, eso le trajo a su pecho más conforte. Sobre la frazada verde que se riega con calma diariamente, el gran perro rubio tiene que sostener por su entrepierna a esa pequeña perrita nublada o gris, que tanto lo esquivara en estos días . Junto a ellos dos, unidos por su sexo, otro perro de mediana estatura ladra y baila alrededor, a ratos ladra con mucha furia y otras pareciera que juega a arrullarlos. Todo este abrazo duró muy poco aún su fiebre, sin embargo allí fué puesta cola entre las colas y se han quedado así, "pegados", unidos en una inflamación de carne. Eran una gran perro con dos cabezas y dos sexos. Era un trío de baile japonés, un triángulo solitario, en espera, de algo que no sucedía nunca, alguna solución que no venía, solo el tercero baila y grita al parque, donde nadie recibe sus largos comentarios. La sonaja del timbre abrió las puertas a todas las alumnas que comenzaron a amontonarse en la entrada al negarse a salir las primeras. Desde acá arriba el olor a orines, a ropas húmedas de sudor de glúteo y espaldas abandonadas a su suerte. Olor a cazuela gritaba siempre el maestro de filosofía, de los ocho espacios que quedan entre cada dedo de los dos pies, desde donde esas ventiladas de queso humeaban los lentes y las ventanas. Al escuchar la ola de gritos, abrió la ventana para dejar entrar aire y pudo ver, al portero que persigue corriendo al trío japonés, ya devuelto cada uno a la independencia de su propio cuerpo, a solistas de coro de uno, con una escoba en alto y la marejada de estudiantas, que corre gritando tras estos cuatro por el parque. Otra vez las puntas de la boca se le fueron subiendo y hasta más de la cuenta, que aparecieron las cresta de los dientes y desde el trunco fondo de su vieja garganta, se escuchó la larga, blanda y sabrosa serie de carcajadas, que aún en estos días, a años de esto, resuena por estos fétidos pasillos.


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